Estación Cuatro. Distrito Doce. Año 1603
Jayden Hendrix
El baile comenzará en pocos minutos, y mi mayordomo asignado cuida cada detalle mientras me ayuda a prepararme para el baile de invierno de esta noche. Llevo puesto un traje de gala negro, finamente confeccionado, con bordados dorados que recorren los bordes de mi saco. Los bordados no son solo adornos; representan años de tradición, un hilo de oro que conecta a los líderes de nuestra especie a través de generaciones. La intrincada labor de cada bordado refleja la destreza de los artesanos de nuestro reino y sus deseos de destacar e impresionar, entretejidos por ellos en cada puntada.
Los bordes dorados armonizan con el raro tono de mis ojos, de un dorado profundo que brilla con intensidad. Este dorado no es solo un color, sino una marca antigua, un rasgo distintivo que lleva el peso de mi linaje. Entre los alfas, poseemos una peculiaridad desde el nacimiento: nuestros ojos reflejan el color de nuestra forma lobuna, como una advertencia y una promesa de nuestro poder. Esta conexión entre nuestras formas humana y lobuna es una señal de la intensidad de nuestra esencia y la potencia que yace dormida, esperando a ser despertada. Los alfas nacen con ojos rojos como la sangre, mientras que las alfas poseen un rosa intenso, como la flor más bella y peligrosa. Sin embargo, yo nací con ojos dorados, un distintivo reservado exclusivamente a los herederos de la corona en mi familia, que simboliza la conexión especial con la esencia de nuestros ancestros.
Este dorado es la marca de aquellos destinados a reinar, y distingue a los miembros de la línea real entre todos los demás alfas. Es una señal que demuestra que mi vida está marcada desde el primer aliento. En nuestra especie, los lycanthrompos que no son alfas nacen con colores de ojos más naturales, puesto que su esencia, aunque poderosa, es menos intensa. Sin embargo, cuando un alfa alcanza la mayoría de edad, a los dieciocho años, y pasa por su primera transformación, sus ojos cambian temporalmente a un tono más común y humano en su forma humana, una medida de protección en el mundo exterior, donde los ojos rojos y rosas levantarían sospechas. Pero en cuanto se transforman en lobos, sus ojos regresan al color de nacimiento, un recordatorio de su naturaleza y de su papel en la manada. En mi caso, cuando llegue el momento de ascender al trono, el dorado también desaparecerá de mis ojos humanos, dándome un tono más ordinario. Sin embargo, en mi forma lobuna, el dorado regresará, brillando con fuerza y mostrando mi verdadera naturaleza como rey.
Mi mayordomo, siempre atento y meticuloso, se inclina y ajusta cada parte de mi traje con sumo cuidado. Termina de ajustar mi traje y comienza a colocar los accesorios con una reverencia silenciosa. En el lado izquierdo de mi pecho, justo sobre el corazón, asegura un emblema de gran significado para nuestra familia: una luna roja con dos espadas cruzadas a su lado, símbolo de lealtad y valor, un recordatorio de aquellos que sacrificaron sus vidas para proteger nuestro legado. La luna roja brilla intensamente bajo la luz de las antorchas que iluminan la habitación, y parece cobrar vida al reflejarse en el oscuro tono de mi traje. Junto a este emblema, mi mayordomo coloca otro símbolo de gran importancia: cinco estrellas doradas, que representan los cinco linajes fundadores de nuestra manada. Completa la serie de insignias con un broche en forma de lobo dorado, cuyos ojos de rubí parecen observar con sabiduría y ferocidad, como si guardaran secretos ancestrales.
Con movimientos ágiles y precisos, coloca sobre mis hombros las hombreras doradas, detalladas con grabados que solo unos pocos en el reino saben leer, y asegura la capa roja que cae a mis espaldas. La capa, de un tono rojo oscuro, casi como el vino, tiene un peso reconfortante, como si los recuerdos de mis antepasados me abrazaran y prepararan para la noche que está por comenzar. Sintiéndome casi listo, me aparto del espejo de cuerpo entero que refleja mi imagen impecable y me dirijo al vestidor. Allí, abro con cuidado uno de los cajones y saco una corona de rubíes, un regalo de mi padre. La coloco en mi cabeza; aunque queda un poco grande, el contraste entre las piedras rojas y mi cabello rojizo es hipnótico, como si la corona hubiera sido creada especialmente para esta noche.
Finalmente, con todos los detalles en su lugar, tomo un último respiro y me giro hacia mi mayordomo, quien, con un leve asentimiento, aprueba mi apariencia. La serenidad en su rostro me da la confianza que necesito para enfrentar la velada. Me encamino hacia la puerta, abriéndola con determinación, y comienzo mi recorrido por los pasillos de mármol del castillo, cada paso resonando en el piso pulido, marcando el ritmo de mi ascenso hacia el destino que me espera.
Las antorchas a lo largo del pasillo lanzan destellos de luz cálida, y los candelabros colgantes brillan con la intensidad de sus velas encendidas. Cada llama baila, proyectando sombras misteriosas en las paredes, creando una atmósfera casi mágica. La fría brisa invernal se cuela por las rendijas de las ventanas, y un escalofrío recorre mi cuerpo. Siento un mal presentimiento, como una oscura premonición que se cierne sobre mí, pero lo desecho, convencido de que son simplemente los nervios ante la expectativa de hablar frente a la multitud.
Retomo mi marcha, decidido a apartar esos pensamientos, y atravieso el pasillo del ala sur del castillo. Al llegar a las escaleras de mármol, cubiertas por una larga alfombra color vino tinto, bajo lentamente, sintiendo el peso de cada paso. Al final de los últimos escalones, vislumbro a los caballeros de la guardia real, firmes y atentos, sus armaduras brillando a la tenue luz. Avanzo hacia ellos, sabiendo que ese es el único acceso al gran salón donde se celebrará el baile de esta noche.
Cuando me acerco, los caballeros forman una línea recta frente a mí y se inclinan al unísono.
—Saludos a su alteza real, el príncipe Hendrix.
Uno de los caballeros da un paso al frente, se coloca a mi lado y se inclina nuevamente.
—El rey nos ha pedido escoltarlo, su alteza —dice, y asiento con calma.
Los caballeros se apartan para darme paso, formándose a ambos lados mientras camino, cuatro a cada lado y uno detrás de mí. Al pasar frente a cada uno, ellos inclinan la cabeza en una reverencia respetuosa antes de incorporarse detrás de mí.
Siguiendo el pasillo, doblamos a la izquierda y llegamos a la entrada del gran salón. Un sirviente que custodia la puerta la golpea suavemente dos veces, y la puerta se abre de inmediato, revelando el majestuoso salón iluminado. Los caballeros se quedan atrás en la entrada mientras avanzo con pasos seguros. El presentador anuncia mi llegada, en una formalidad necesaria para estos eventos.
—El príncipe Jayden Hendrix de la manada Gromwell.
Los invitados se giran hacia mí, inclinando ligeramente la cabeza en una muestra de respeto. Miro alrededor y encuentro la mirada de mis padres, que están sentados en sus tronos, observándome con orgullo. Están vestidos con trajes a juego; mi madre luce un elegante vestido dorado adornado con piedras rojas, mientras que mi padre lleva un traje similar al mío, reflejando la etiqueta y la ímpetu de la familia real.
Avanzo hacia ellos, dispuesto a dar mi discurso, pero antes de que pueda hablar, un estruendo resuena a través del castillo, interrumpiendo el momento. Mi padre se pone de pie, tenso, y los gritos de los invitados no tardan en llenar el aire.