Jugadas en la oscuridad (1era. Parte)
El mismo día
Londres
Prisión del estado
Blake
Dependía del sicario John Winfield por desesperación, no por convicción. Desde la celda, la paciencia se me hacía pedazos: el tiempo jugaba en mi contra y no podía quedarme cruzado de brazos esperando a que Mirko cumpliera sus amenazas. Saqué el teléfono del escondite con las manos tiesas; lo apreté contra el oído y dejé que el ruido de la prisión —los pasos en el patio, el goteo de alguna cañería, el murmullo lejano— marcara el tiempo como un martillo.
Llamé. Una, dos, tres veces, hasta que al otro lado la voz de John respondió, áspera y sin rodeos. Había en su tono la frialdad de quien ya había visto demasiado.
—Blake, el rastro era falso. Cuando llegué a Nápoles no había nadie en el hotel con la descripción de tu hijo.
La frase me golpeó. Sentí cómo se me contraían los músculos de la mandíbula; apreté los puños hasta que me dolieron los nudillos.
—No me vengas con estupideces —escupí, la voz entrecortada por la rabia—. Me aseguraste que