Capítulo 9
En los días que siguieron, Carlos me llamaba con frecuencia, pero jamás respondí.

Después, empezó a escribirme por todos los medios posibles.

A menudo eran los niños pequeños, inocentes, sin malicia, quienes traían las cartas y me las leían en voz alta.

Esos niños, adoptados por el profesor Rodrigo, eran como yo: almas errantes del exilio fronterizo.

Carlos decía en sus cartas que me había amado desde mucho antes, solo que no lo sabía.

Que al no verme, no podía dormir. Que yo me había vuelto parte de su médula, su aliento, su rutina.

Yo no quería oír más.

Al principio les pedía a los niños que respondieran por mí: que le dijeran que dejara de molestarme, que lo nuestro no tenía retorno.

Después, simplemente me encerré. Corté todo lazo con el exterior.

Dediqué mi tiempo por completo a estudiar con el profesor: hablábamos del crecimiento de nuevas hierbas, del desarrollo de compuestos experimentales.

Los días pasaban lentos, pero tranquilos.

Yo creía que no volvería a ver al Alfa Carlos.
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