Esta vez, nadie podría salvar a Luisa.
Mientras tanto, en la casa de los Valdés.
Al anochecer, Tomás regresó y encontró a su madre caminando de un lado a otro en la sala, visiblemente alterada. Frunció el ceño y preguntó:
—Mamá, ¿qué haces?
—¿Tomás? ¿Por qué llegaste a esta hora?
—Ya no tengo dinero. Te mandé mensajes y no respondiste, así que vine por más.
Al escuchar que su hijo había vuelto solo a pedirle dinero, el enojo de Luisa estalló:
—¡Dinero, dinero, siempre lo mismo! ¡¿Es que no entiendes que en esta casa ya no hay un centavo?!
—¿Que no hay dinero? No digas tonterías.
Tomás no lo creía ni por un instante. Desde niño había crecido derrochando, acostumbrado a un estilo de vida en el que ni cincuenta mil dólares de mesada alcanzaban.
Incluso en los peores momentos de la familia, su dinero de bolsillo jamás había faltado. ¿Cómo iba a tragarse que estaban en bancarrota?
—¡Hijo…!
No alcanzó a terminar Luisa, cuando un golpe violento resonó en la puerta principal.
El rostro de ell