Ya era medianoche y la luz del despacho seguía encendida.
Leonardo, incapaz de dormir, salió de su habitación y notó el resplandor bajo la puerta. Tocó un par de veces y luego la abrió.
En el interior, Elías estaba recostado en el sofá, con el piso cubierto de hojas dispersas. Sostenía una de ellas en la mano y, de vez en cuando, sonreía.
—Qué raro, ¿y tú por qué duermes aquí? —preguntó Leonardo mientras entraba. Preparó dos vasos de whisky, le dio uno a Elías y se quedó con el otro.
Elías apenas lo probó, dio un sorbo mínimo y murmuró:
—El cuarto se lo di a alguien.
—¿A alguien? ¿A Bruno? —insistió Leonardo.
Elías guardó silencio.
—¿Se lo diste a… Sofía?
—Ajá.
Leonardo se quedó helado.
—¿A Sofía? ¿No que eras un maniático con tus espacios, que ni yo podía entrar a tu cuarto?
Elías no respondió. Sí, tenía manías. No soportaba que tocaran sus cosas. Pero con Sofía… ella no parecía “sucia”.
—Pues a mí me cae bien esa muchacha. Me recuerda a un gatito que tuve en el extranjero: sacaba las