En ese momento, las puertas del elevador se abrieron.
El secretario Javier se colocó frente a Mariana para impedirle salir y, con gesto cortés, presionó el botón hacia el estacionamiento subterráneo.
—Señorita García, nuestro carro está en la planta baja. Será mejor que regrese por su cuenta.
Mariana sintió un punzazo en el pecho.
Alejandro la estaba echando.
Era la primera vez que lo hacía. Antes siempre había sido indulgente con ella; nunca la había tratado con tanta frialdad.
Una oleada de temor le recorrió el cuerpo.
La intuición femenina rara vez se equivoca: Alejandro debía tener ya a otra mujer en la cabeza.
Afuera, cuando Alejandro subió al coche, Javier murmuró:
—La señorita García ya se fue.
—Investiga en la empresa. Quiero saber quién le pasa información sobre mis movimientos.
—Solo la secretaría conoce su agenda. Voy a indagar de inmediato y sacaré a esa persona.
—Hazlo. En Rivera no necesitamos empleados que muerdan la mano que les da de comer.
—Entendido.
La noche avan