—¡Dámelo!
Sofía se puso de pie instintivamente, tratando de recuperar el ensayo, pero Elías ya se había sentado en el sofá con la copa de whisky en una mano y el papel en la otra, leyéndolo con calma.
Sofía, con la pierna aún resentida, no podía moverse con rapidez; si quería alcanzarlo, tendría que caminar hasta ponerse frente a él. Al final prefirió dejarse caer en el otro extremo del sofá y no hacerle caso.
Elías, en cambio, leía con auténtico interés, y de vez en cuando se dibujaba en su rostro una sonrisa.
Al notar aquella expresión, Sofía se inquietó. Cada gesto suyo le parecía una burla a su ignorancia.
—Solo escribí por escribir —dijo con impaciencia—. No es para que te rías así.
—¿Y quién te enseñó a escribir esto? ¿Algún maestro? —preguntó Elías con ironía.
—No. —Sofía bajó la voz—. Son cosas que se me ocurrieron… sin ton ni son.
La incomodidad la hizo levantarse; se plantó frente a él y le arrebató el papel. Elías no se resistió.
—Está bien escrito —dijo con tranquilidad—.