No importaba lo que dijeran: la Ciudad Brava era el territorio de Alejandro.
No importa la posición ni el origen: quien llegue a la Ciudad Brava tiene que ceder ante la familia Rivera.
El secretario Javier todavía no podía creerlo: ¿una muchacha recién vuelta del extranjero, atreviéndose a rechazar la invitación de Alejandro?
El rostro de Alejandro, al escucharle, se endureció hasta volverse de piedra:
—Ella no está a la altura.
—Sí, señor Rivera.
Al retirarse, Alejandro añadió con frialdad:
—Vigila a Sofía. No quiero que ande deambulando.
—Entendido.
Mientras tanto, en la habitación, Sofía miraba hacia la ventana.
Allí afuera, se dio cuenta de que Alejandro ya había colocado a sus hombres en el complejo.
A los Rivera se les reconocía fácil: sus guardaespaldas llevaban uniformes idénticos, apostados por turnos en la entrada del fraccionamiento. ¿Era esa la manera en que Alejandro pensaba controlarla?
Sofía frunció el ceño.
¿No estaba yendo demasiado lejos?
Se habían separado, habían ro