Pensándolo bien, de todos ellos, la más jodida era ella misma.
No tenía tiempo para preocuparse por el futuro de los demás.
Primero había que alejarse de Alejandro, agarrarse con fuerza al poder de Elías, mantenerse en el mismo frente que Mateo y, sobre todo, no buscarle pleito a Leo.
Así, por lo menos, se aseguraba de no morir de la peor manera.
Sofía, convencida de lo razonable de sus planes, se recostó tranquila en casa para seguir recuperándose.
Al anochecer.
Cuando Alejandro regresó a la mansión de los Rivera, una mujer de vestido blanco salió a su encuentro: Lola Hernández.
Le había preparado las sandalias de descanso y hasta se adelantó para intentar ayudarle a quitarse el saco.
—Señor Rivera, déjeme a mí.
Él apenas le dirigió una mirada, sin intención de permitir que interviniera.
Lola retiró la mano a medio camino, muerta de vergüenza.
—¿Carmen? —llamó Alejandro.
Nadie respondió.
Lola se adelantó enseguida, con voz ansiosa:
—¿Tiene alguna instrucción, señor Rivera? Dígamela a