—Sí, señor Rivera.
El secretario Javier se retiró rápidamente.
En la planta baja.
Alejandro bajó las escaleras con una bata blanca sencilla. Abrió el refrigerador y, tal como había dicho Sofía, adentro había algunos platillos preparados, simples pero presentables.
Bastó con una mirada para que Alejandro supiera que no habían sido hechos por Sofía.
En ese instante, le vinieron a la mente los días en que ella vivía en esa misma casa y se esmeraba en cocinarle cada comida con algo distinto, algo nuevo.
Temía que él perdiera el apetito, que se aburriera, que se fuera.
Y aún así, muchas veces él decidía si comía o no, solo por capricho.
Ahora, en cambio, tenía que rogarle para que le cocinara… y ella, simplemente, se negaba.
Ese pensamiento le cortó de golpe el apetito. Cerró la puerta del refrigerador de un portazo.
—¿No le gustaron, señor? —preguntó Javier con cierta duda.
—¿Tú qué crees?
Alejandro tenía el ceño fruncido y el tono cargado de fastidio.
Javier no entendía bien qué pasaba.
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