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El sol ya comenzaba a asomar por el horizonte, tiñendo el cielo de naranja y rojo, cuando los últimos ecos de la batalla se desvanecieron. Los guerreros de la resistencia, heridos y agotados, comenzaron a levantar los cuerpos caídos y a tratar a los sobrevivientes. Isabella y Alejandro, aún de rodillas sobre el campo de batalla, miraban a su alrededor, asimilando la magnitud de lo sucedido.

La victoria era innegable, pero el precio había sido alto. Aunque Edmond había caído, su ejército no había sido completamente derrotado. Quedaban esparcidos entre las ruinas los cadáveres de soldados, tanto de la resistencia como de los enemigos. La carnicería era inevitable, pero necesaria si querían garantizar la caída del régimen opresivo.

Isabella sintió el peso de la fatiga sobre su cuerpo. Sus músculos dolían, sus manos temblaban por el esfuerzo. Se sentía más cansada que nunca, pero no podía dejar de pensar en lo que vendría después. Esta victoria no significaba que la paz estuviera cerca. L
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