Siento las piernas flojas, como si ya no me pertenecieran. El aire en mis pulmones es escaso, insuficiente, y tengo que obligarme a ponerme de pie y caminar hacia el elevador porque de lo contrario me habría desplomado en medio del mármol brillante.
El trayecto hacia el ático se me hace eterno. Cada segundo encerrada en ese ascensor es como una tortura: el reflejo de mi propio rostro en el espejo de la pared me muestra una palidez enfermiza, los labios tensos, los ojos abiertos de más, como si no pudiera parpadear. Me odio por verme tan vulnerable y tan expuesta.
Cuando por fin las puertas se abren y cruzo hacia el interior del ático, apenas puedo sostenerme y agradezco que hoy no le tocó a Debra venir al ático porque las piernas me tiemblan con cada paso, la rabia y el miedo latiendo en mi pecho al mismo tiempo, como un tambor desacompasado que me ahoga. Me detengo no muy lejos del elevador y apoyo la espalda contra la columna, respirando agitadamente, como si necesitara ese contacto