El murmullo del salón queda atrás en cuanto Alexander se levanta y me ofrece la mano para invitarme a caminar. No la tomo —una parte de mí todavía se resistía a mostrarse tan dependiente—, pero me pongo de pie a su lado, con la copa entre los dedos y el mentón erguido. Necesito esa fachada de seguridad, aunque por dentro mi estómago aún es un nudo de rabia y tensión.
Avanzamos entre mesas, con pasos lentos, y puedo sentir de nuevo esas miradas que me siguen, los cuchicheos que todavía no se apagan del todo. Me arden las mejillas, pero decido no darles más satisfacción. No voy a encorvarme, no voy a mostrar vergüenza. Si quieren espectáculo, que lo busquen en otro lado.
El aire cambia cuando dejamos el comedor principal y nos adentramos en la galería preparada para la exposición y la subasta. La luz es distinta, más suave, casi reverente. Grandes focos dirigidos resaltan las piezas. Esculturas, pinturas, fotografías, instalaciones modernas que parecen hablar en un idioma propio. El mur