El murmullo elegante del salón me parece más ensordecedor que un motor de avión. La cena avanza en un ritmo perfectamente coreografiados con platos que llegan y se retiran, copas que tintinean, risas suaves en las mesas vecinas. Yo me esfuerzo por mantener la sonrisa en los labios, esa que ya se me ha vuelto un escudo tan usado que casi parece natural. Pero por dentro, siento cómo me corroe la incomodidad.
Alexander se muestra imperturbable a mi lado, con esa calma medida que sabe exhibir en público. Pero yo, cada vez que miro al frente, debo contener el impulso de clavar el tenedor en la mesa. Camila. Ahí está, resplandeciente en rojo, con esa maldita sonrisa pintada de seguridad, y con un hombre mayor a su lado que la mira como si fuera un trofeo… o peor aún, como si fuera un billete abierto a todos sus caprichos.
No puedo negar que luce espectacular, y eso es lo que más me molesta. Ella lo sabe. Sabe cómo usar su belleza como un arma, y lo hace sin piedad. Y por si no bastara, no q