Entramos al ático bien la medianoche. El ascensor se cierra detrás de nosotros y el silencio nos envuelve, roto únicamente por el latido acelerado que me golpea en los oídos. Apenas cruzamos el umbral, Alexander me atrapa con una intensidad que me deja sin aire.
Su boca cae sobre la mía con un beso hambriento, profundo, tan arrebatado que siento cómo mis rodillas vacilan. No hay espacio para palabras, para miradas previas; es un incendio inmediato. El bolso de mano que llevo se desliza de mis dedos y cae al suelo con un golpe apagado, irrelevante frente a la tormenta que él ha desatado en mí.
Avanzamos a tientas por el salón, devorándonos en cada paso. Mis manos, torpes al principio, se aferran a las solapas de su esmoquin. Con un tirón desesperado se la quitó y esta cae a un lado como si no valiera nada. En respuesta, siento cómo sus dedos se hundían en mi peinado, deshaciendo en segundos el trabajo perfecto del estilista de Claire. Pasadores y mechones van liberándose, cayendo en ca