El silencio es el invitado de honor más macabro. Han pasado dos días desde la muerte de Alexis, y la casa de East Hampton, ese monumento al poder y a las apariencias, está envuelta en una quietud que grita. Las horas previas al funeral son una sinfonía de movimientos amortiguados: el susurro de la servidumbre, el chirrido apenas audible de los floristas, la tos contenida de los guardias de seguridad que Alexander ha contratado.
Me encuentro en la cima de la gran escalera, observando el salón principal. La escena es irreal. El espacio, que hace solo setenta y dos horas ha sido un matadero sangriento, ahora es un jardín fúnebre. Charlotte había sido muy clara. Solo rosas blancas. Miles de ellas. Su aroma, pesado y dulce, intenta enmascarar el hedor persistente a lejía y desesperación. En el centro, sobre un pedestal de mármol pulido, descansa una urna sobria de ébano. Las cenizas de Alexis han llegado a casa hace apenas un par de horas; su presencia final es un peso ineludible en la atm