- ¿Qué... ¿Estás haciendo aquí? - Su cara era de asombro.
- No llevo bragas... - Abro las piernas - Bienvenido, príncipe de los ladrones.
- ¿Estás...? ¿Estás borracho? - preguntó sin moverse.
Me levanté y di unos pasos hacia él:
- No sirvo para cornudo.
- ¿Y tengo que ser cornudo?
- Digamos que... Sí. - Le miré libertinamente, intentando transmitirle una seguridad que estaba lejos de sentir.
Lo bueno era que, aunque estaba destruida por dentro, la gente siempre pensaba que era una roca, fuerte y sin corazón. Porque eso era exactamente lo que yo quería que pensaran de mí. Pero por dentro... Era un manojo de nervios y me sentía traicionada... No tanto por él, sino por ella.
Las mujeres podían usar a los hombres, porque los hombres usaban a las mujeres. ¿Pero ser traicionado por un amigo? Ah, eso dolía más que los cuernos que me habían puesto en la cabeza.
- ¿Dónde está Esther? - preguntó.
- ¿Dónde diablos está?
- ¿Qué le hiciste?
- La maté con mis propias manos, la enterré y planté una