Alexander se detuvo en el marco de la puerta, respirando como si acabara de salir de una batalla. Aurora estaba de espaldas, doblando ropa con movimientos lentos, tensos, casi mecánicos. Cuando escuchó su voz, se quedó quieta, como si el aire se congelara alrededor de ella.
—Aurora… —dijo él, con la voz grave, sincera—. Tenemos que hablar.
Ella cerró el cajón lentamente antes de girarse. Sus ojos estaban cansados, pero sobre todo… dolidos. Ese dolor fue como un golpe en el pecho para Alexander.
—Te escucho —respondió ella, con una calma que era más peligrosa que un grito.
Alexander dio dos pasos hacia ella.
—Quiero pedirte perdón. Me comporté como un imbécil… —bajó la mirada un instante—. Y lo sé. Sé que te lastimé. No debí decir lo que dije.
Intentó acercarse, pero Aurora retrocedió de inmediato, como si su presencia le quemara.
—¿De verdad crees —dijo ella, con un hilo de voz firme— que una simple disculpa va a borrar el dolor que me hiciste sentir?
Alexander cerró los ojos, herido