No quiero dejarlo ir

Cuando llegué a la sala de espera, uno de los guardaespaldas de Alexander me informó que el proceso había terminado. El trasplante había sido un éxito.

No supe cómo reaccionar. Me quedé en silencio, inmóvil, como si mi alma no supiera si debía llorar o agradecer. Dentro de mí se mezclaban sentimientos que jamás pensé que podían coexistir: una paz profunda, casi celestial, al saber que una parte de mi hijo viviría en el cuerpo de Max… y al mismo tiempo, el abismo más oscuro al tener que despedirme de él para siempre.

Mi niño.

Mi vida entera.

El corazón me latía despacio, como si cada bombeo doliera. Sabía que mi misión en ese hospital había terminado. Lo había acompañado hasta el final. Había hecho lo imposible por sostenerlo hasta que ya no hubo forma de retenerlo. Y ahora… ahora era momento de seguir, aunque mi alma se resistiera.

Me avisaron que era hora de trasladar su cuerpo al velatorio.

Las piernas me flaquearon, sentí que me arrastraba entre sombras. Como si cada paso fuera una batalla contra mí misma, contra el instinto natural de una madre que se niega a dejar ir. El aire me ardía en los pulmones. El mundo era un eco lejano.

Pero no podía derrumbarme.

Tenía que ser fuerte, por él, por lo que representaba su existencia, por la promesa que me hice el día en que lo sentí por primera vez en mi vientre: jamás te dejaré solo.

El velatorio estaba casi vacío. Sólo éramos Tommy y yo. Así lo quise. No llamé a nadie. No envié mensajes. No avisé. No quería lágrimas fingidas, palabras huecas, abrazos forzados. A lo largo de su corta vida, a nadie le importamos. Jamás recibí una llamada preguntando por su salud. Nadie preguntó por sus tratamientos, por su escuela, por sus noches de fiebre o sus días buenos. ¿Por qué deberían estar ahora?

No, no iba a permitir que lo rodearan con su angustia prefabricada, con su tristeza ensayada.

Avancé hacia el centro de la sala. Todo estaba cubierto de flores blancas. Ese tipo de arreglos que parecen delicados pero que para mí solo significaban despedida. Dolor. Ausencia.

Y ahí estaba él.

Mi pequeño.

Mi Tommy.

Tan quieto, tan silencioso. Dormido para siempre dentro de un ataúd que no merecía. El ataúd de un niño jamás debería existir. Ninguna madre debería ver a su hijo así.

Me acerqué temblando. Me aferré al borde del féretro. Quise decirle tantas cosas. Quise pedirle perdón, decirle que lo amaba una vez más, que me esperara, que no olvidara nuestros abrazos, que me visitara en sueños.

—Hola, mi amor… —murmuré con la voz rota, apenas audible—. Aquí estoy, como te lo prometí. Hasta el final.

Mis dedos rozaron su cabello. Tan suave. Tan frío. Sentí que una parte de mí se desmoronaba, como si mi corazón se fragmentara en mil pedazos, cayendo uno a uno con cada segundo que pasaba.

—Te amo, Tommy. No sé cómo seguir sin ti… No sé cómo respirar ahora…

Me incliné con cuidado y besé su frente. Cerré los ojos. No quise mirar más. Quería recordarlo riendo, corriendo por la sala, preguntándome si podía ver una película más antes de dormir. No quería llevarme esa imagen… pero la necesitaba. Necesitaba este adiós.

—Perdóname, mi niño —susurré—. Perdóname por no haberte salvado. Por no haber hecho más. Por todo lo que no pude darte.

Mis piernas cedieron. Caí de rodillas junto al ataúd. Me abrazaba a él como si pudiera impedir que se lo llevaran. Las lágrimas caían sin control, y sentí que el alma se me escapaba con cada una.

No había mayor dolor que ese.

Mientras tanto, en la casa de Karoline, el ambiente era completamente distinto.

Era de noche. Las luces estaban atenuadas. Tiffany, somnolienta, se había quedado dormida en el sofá, y Alan la cargaba con ternura para llevarla a su habitación. Caminaba despacio, protegiendo su cabeza contra su pecho, ajeno a todo lo que estaba ocurriendo fuera de esas paredes.

El teléfono de Alan, sobre la mesa de centro, comenzó a vibrar.

Karoline estaba sentada a poca distancia. Escuchó el zumbido, miró el número en pantalla y sin pensarlo lo tomó.

“Hospital Central”.

Respondió sin titubear.

—¿Sí?

—¿El señor Harris? —dijo una mujer al otro lado de la línea—. Le llamamos del Hospital Central. Necesitamos que se presente para cubrir los gastos médicos que su hijo recibió. Lamentamos mucho su pérdida, y entendemos que en este momento esté pasando por un duelo terrible. Pero en cuanto le sea posible, le agradeceremos que proceda con los trámites. La señora Harper ni siquiera estaba en condiciones de encargarse de eso por lo mal que se encontraba…

Karoline no respondió.

Simplemente colgó.

Miró el teléfono unos segundos, borró el registro de la llamada y lo volvió a dejar en su sitio. Luego se dirigió al espejo que había cerca del comedor, se observó con detalle, se acomodó el cabello y sonrió.

Una sonrisa retorcida, enferma.

—Un estorbo menos —susurró con voz fría—. Sin ese maldito niño de por medio… muy pronto serás sólo para mí, Alan. Como siempre debió ser.

Y su risa suave, casi inaudible, quedó flotando en el aire como un eco macabro.

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