El sol caía a plomo sobre los campos, el aire se sentía denso, cargado de polvo y el ruido ensordecedor de los cascos contra la tierra. Mel sostenía la mano de Max con desesperación, tratando de arrastrarlo fuera del camino de la estampida. El niño apenas alcanzaba a correr con sus pequeñas piernas, con los ojos desorbitados del miedo.
—¡Tía, tengo miedo! —gritó Max, aferrándose con fuerza a su mano.
—¡Tranquilo, pequeño, yo te protejo! —respondió ella, aunque su voz también temblaba.
De pronto, una figura apareció entre la polvareda. Un hombre alto, de complexión fuerte, con movimientos seguros, avanzó con una calma que contrastaba con el caos que los rodeaba. Portaba un lazo en la mano y, con una destreza que parecía casi instintiva, hizo un movimiento firme, acompañado de un grito que retumbó en el aire. El ganado, sorprendido por aquella presencia imponente, cambió su curso y comenzó a dispersarse, hasta que el estruendo se fue apagando poco a poco.
Mel y Max quedaron jadeando, aú