El se fue

Sentía cómo las lágrimas empapaban mi rostro. El corazón se me quería salir del pecho por el dolor tan insoportable que me consumía. Llegué a la habitación donde estaba internado mi hijo y, al verlo, una punzada me atravesó el alma.

Sus ojitos apenas podían abrirse para mirarme con una tristeza tan profunda que me destruyó por dentro.

—Mamita… ¿papá vino a verme mientras dormía? —me preguntó con esa inocencia tan característica en los niños.

—Sí, mi amor… —mentí, intentando sonar serena mientras me limpiaba las lágrimas—. Estuvo por aquí, pero ya sabes, él siempre está tan ocupado…

—¿Y entonces si él vino… por qué estás llorando? —interrogó, dudando de mis palabras, con una mirada que me atravesó como cuchillas.

Mi hijo era demasiado inteligente. A pesar de ser tan pequeño, sabía perfectamente que Alan nunca lo había querido. Siempre fue distante con él. En cambio, con Tiffany… era tan tierno, tan cariñoso, que Tommy no podía evitar notarlo.

Lo supo desde hacía tiempo. Como aquella vez, en la convivencia escolar…

Yo lo había llevado al jardín de niños, emocionado porque ese día estarían los padres con sus hijos. Alan me había dicho que no podría asistir porque tenía reuniones importantes. Pero cuál sería mi sorpresa al encontrarlo allí, cargando la mochila de Tiffany y caminando junto a Karoline Whitmore.

—Aurora —dijo ella, con una sonrisa radiante—. No quiero que te enojes con Alan… es muy bueno, y no pudo negarse cuando mi hija le pidió que la acompañara a su convivencia de padres e hijos.

—Tu hijo también te lo pidió, Alan —le recordé con toda la intención, mirándolo a los ojos—. Así que ya que estás aquí… espero que puedas acompañarlo.

—¿Por qué estás haciendo esto, Aurora? —me reclamó en voz baja, casi entre dientes—. ¿Lo haces para ponerme en ridículo?

—Claro que no. Simplemente no quiero que le rompas el corazón a Tommy.

—Ya te dije que voy a acompañar a Tiffany. Y no voy a cambiar de opinión por tus chantajes.

Fue en ese momento —y en tantos otros— que me di cuenta de que ellas eran su prioridad. Aun así, me aferraba a la idea de que, al ver a nuestro hijo tan enfermo, podría recapacitar. Me ilusionaba con que tuviéramos, al fin, la familia que siempre decía que seríamos.

—No llores, mamita… —la voz de mi hijo me trajo de vuelta al presente.

—Papá no me quiere. Eso yo ya lo sé… pero tú sí. Y eso es lo único que me importa. Me pone triste que él no esté aquí, pero me pone más triste verte llorar. Quiero que siempre sonrías… prométemelo, Mamy —me pidió entre lágrimas.

Hice un esfuerzo sobrehumano para tragarme el dolor que llevaba dentro y le dediqué una sonrisa tan grande como pude. Mi hijo se estaba muriendo. Podía verlo en sus ojos… era como si el alma se le escapara del cuerpo, y esa idea me desgarraba con una brutalidad espantosa.

Por favor, Dios mío… hazme un milagro. No permitas que Tommy se vaya. Te lo suplico, rogaba en silencio, con el alma hecha trizas.

—Mamy… —susurró de repente, con voz débil—. Me gustaría tener un hermanito, pero no quisiera que fuera hijo de mi papá. Me gustaría que tú pudieras encontrar a un príncipe… y casarte con él.

Aquellas palabras me golpearon como una piedra en el pecho. Incluso él se daba cuenta de lo infeliz que había sido yo durante todos esos años con su padre. Y su generosidad era tan grande… que prefería que estuviera con alguien más, con tal de que fuera feliz.

—Yo solo quiero estar contigo… —le dije, con el corazón estrujado—. El único príncipe que necesito eres tú, cariño.

—Te amo, Mamy… y quisiera estar siempre contigo. Pero muy pronto ya no voy a estar aquí. Me voy a ir al cielo… y me convertiré en un ángel para cuidarte desde allá.

—No digas eso, mi amor. Tú y yo estaremos juntos por siempre.

Él sonrió con una ternura que me desarmó por completo.

—¿Podrías abrazarme… y quedarte así conmigo mientras me duermo?

—Claro que sí, mi vida.

Me acerqué aún más, lo abracé con todo el amor que guardaba en mi corazón, le acaricié el cabello como tanto le gustaba… y muy pronto sus ojitos se fueron cerrando, vencidos por el cansancio.

Me quedé dormida a su lado, aferrándome a su cuerpecito con la esperanza de que el día siguiente nos regalara otra oportunidad.

Pero el sonido lineal de los monitores me despertó abruptamente.

Ese pitido… ese maldito pitido.

Me incorporé de golpe y miré la pantalla. El monitor mostraba un dato espantoso: cero latidos.

—¡Hijo…! ¡Tommy! ¡Por Dios… Tommy, contéstame! ¡Mi amor, por favor, despierta! ¡No me puedes dejar! ¡Tommy, abre tus ojos, cariño! ¡Mamá está aquí! —le gritaba, desgarrada por el pánico, sacudiendo su pequeño cuerpo como si pudiera arrancarlo de la muerte.

Rápidamente, los doctores y enfermeras entraron corriendo. Un ejército de batas blancas rodeó la cama de mi hijo. Comenzaron con las maniobras necesarias… pero en el fondo ya sabía lo que vendría.

—Lo siento mucho, señora Harper… —me dijo uno de los médicos con voz grave—. Tommy acaba de morir.

—¡No! ¡No, mi hijo no! ¡Por favor, doctor, sálvelo! ¡Usted tiene que ayudarlo! ¡Él no puede estar muerto!

—No hay nada que podamos hacer. Su corazón… no resistió.

Y con esas palabras, mi mundo se quebró en mil pedazos.

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