El frío del suelo del hospital se aferra a mi piel como un castigo silencioso, pero no tengo la voluntad de moverme. Estoy aquí, encorvado contra la pared, con los codos apoyados en mis rodillas y el rostro oculto entre mis manos temblorosas. Mi respiración es errática, entrecortada, como si el oxígeno fuera insuficiente para llenar el vacío que acaba de abrirse en mi pecho.No puedo pensar. No puedo reaccionar. Solo lo siento. Y lo que siento me desgarra. Un dolor primitivo, profundo, imposible de describir con palabras. Es como si una parte de mí hubiera sido arrancada sin previo aviso, dejándome hueco, vacío. No sabía que podía llorar de esta forma, con lágrimas que arden al deslizarse por mi piel, pero que no tienen la fuerza para aliviar nada.No estaba preparado. Nadie me dijo que la felicidad podía romperse en un susurro, que un latido podía apagarse antes de nacer. Nunca imaginé que sostendría en mi pecho un duelo por alguien a quien nunca pude conocer. Pero lo que más me dest
El silencio que nos envolvía era pesado, casi asfixiante, pero no más que la presencia del hombre que tenía frente a mí.— ¿Quién iba a imaginar que lograrías un gran aporte con este accidente? —Su voz rompió la quietud con una burla que me recorrió la piel como una brisa helada. Arrastraba las palabras con lentitud, como si disfrutara degustándolas antes de escupirlas con veneno.Levanté la mirada, obligándome a enfrentar sus ojos oscuros, esos que siempre parecían analizarlo todo con un cálculo perverso. No podía permitir que viera el temblor en mis manos ni el nudo que se apretaba en mi garganta. Sabía con quién estaba tratando. Desde niña, lo había observado desde las sombras, aprendiendo que era un hombre al que nadie le decía que no, que conseguía lo que quería sin necesidad de alzar la voz ni ensuciarse las manos.Él. Nadie más que el famoso señor Montenegro, padre de Leonardo.Su sola presencia alteraba el aire de la habitación, haciéndolo más pesado, más denso. Tenía ese tipo
**SANTIAGO**El pitido constante de las máquinas perfora el pesado silencio, un recordatorio cruel de lo frágil que es la línea entre la vida y la muerte. Mis músculos están rígidos, como si hubiera pasado una eternidad en esta silla, cuando en realidad solo han sido unas horas. Horas en las que el tiempo se ha vuelto una tortura, una prisión de incertidumbre donde el único consuelo es que Andrea sigue respirando.Paso una mano por mi rostro, sintiendo el ardor en mis ojos cansados. Intento cerrar los párpados, aunque sea por un instante, pero el simple acto de pestañear es suficiente para traer de vuelta la imagen que me atormenta: su cuerpo desplomado, Los médicos rodeándola, las voces urgentes de las enfermeras cortando el aire con órdenes rápidas. Veo las compresiones torácicas, el movimiento rítmico e implacable de unas manos desesperadas tratando de devolverle el aliento. Luego, el sonido del desfibrilador cargándose, el parpadeo de las luces en la pantalla, el grito del doctor
**ANDREA**El silencio absoluto me envuelve, un abismo sin tiempo ni espacio. No hay dolor, pero tampoco hay luz. Todo a mi alrededor es una neblina oscura y densa, fría, como si estuviera atrapada en un lugar donde el mundo dejó de existir.Intento moverme, pero no hay cuerpo que responder. ¿Estoy soñando? ¿O simplemente dejé de ser? La sensación de vacío es tan abrumadora que me cuesta distinguir si aún existo o si me he disuelto en esta penumbra infinita.Parpadeo, o al menos creo que lo hago, pero la oscuridad sigue ahí, implacable. Sin embargo, algo cambia. Primero, es solo un murmullo lejano, como una brisa susurrando entre hojas secas. Luego, ese murmullo se transforma en voces dispersas, flotando a mi alrededor como hilos invisibles que se enredan y se deshacen antes de que pueda atraparlos.Las sombras comienzan a aparecer, destellos borrosos en la penumbra. Son figuras sin rostro, fragmentos de algo que debería reconocer, pero que se me escapa. Se mueven con lentitud, como r
**SANTIAGO**Estaba allí, parado frente a ella, intentando descifrar la jugada del destino. Mi mente se negaba a procesarlo, pero mi corazón ya lo sabía. Se hundió en mi pecho con una certeza dolorosa. Andrea estaba ahí, mirándome con el ceño levemente fruncido, sin reconocerme.El aire en la habitación se volvió denso, como si de pronto todo se hubiera ralentizado. Cada fibra de mi ser me gritaba que me acercara, que pronunciara su nombre, que encontrara la forma de romper la barrera invisible que nos separaba. Pero antes de que pudiera reaccionar, la puerta se abrió de golpe.No me moví. Ni siquiera pestañeé. Mi cuerpo se negó a obedecer la orden porque mi alma seguía anclada a Andrea.Ella me miró con extrañeza, con una leve inquietud pintada en su expresión. Sus ojos, que tantas veces me habían desafiado, ahora estaban llenos de incertidumbre. No me reconocía.Mi pecho se contrajo con una desesperación que no había sentido nunca antes. No podía irme. No podía simplemente aceptar l
El viento golpeaba con furia en la azotea del hospital, alzando remolinos de aire helado que azotaban mi rostro. Desde ahí, la ciudad parecía un inmenso tablero de luces titilantes, respirando al compás de mi ansiedad. A lo lejos, el eco de una sirena rompía la quietud de la noche, como si el mundo entero estuviera en alerta mientras yo contenía la rabia que me carcomía por dentro.Leonardo estaba de espaldas a mí, inmóvil, con las manos hundidas en los bolsillos de su pantalón. Su postura parecía la de un hombre derrotado, pero yo ya no podía confiar en lo que veía. Lo conocía lo suficiente como para saber que los silencios también eran parte de su juego.—Mañana me tengo que ir —su voz se deslizó entre el viento, baja pero firme—. Se suponía que me iría con ella, pero ahora… ella ni siquiera me recuerda. No sé qué daño le hice para que decidiera borrarme completamente.Sus palabras encendieron una chispa en mi interior. No pude evitar soltar una risa seca, cargada de ironía. La amar
**ANDREA**Camino por el pasillo amplio y silencioso de nuestra casa, una mansión más grande de lo necesario, fría como nuestro matrimonio. Las paredes están decoradas con un minimalismo impersonal, como si alguien hubiese contratado a un decorador con la única instrucción de que eliminara cualquier rastro de calidez. Cada rincón parece gritar que aquí no hay lugar para mí, como si fuese una intrusa en mi propia vida.He sido la esposa invisible de Santiago Benavides durante tres años. Tres largos años en los que él apenas ha notado mi presencia. Desde el principio, nuestro matrimonio fue un acuerdo más que una unión. Dormimos en habitaciones separadas; las de él son amplias y lujosas, en cambio yo prefiero que las mías sean prácticas y sobre todo que estén apartadas. Él solo aparece para desayunar, y algunas noches duerme aquí, aunque nunca conmigo. En el fondo, esta casa es más su escondite que un hogar compartido. Lo veo tan poco que a veces me pregunto si realmente vivimos bajo el
Me despierto con la iluminación de un sorprendente sol que atraviesa las cortinas de mi habitación. El contraste con el cielo gris de la tormenta de ayer me recuerda que hoy todo parece más claro, más despejado, como mi mente y mi corazón. Una sensación de determinación se instala en mí mientras me incorporo y dirijo hacia el baño.El agua caliente del duchazo me envuelve, como si lavara no solo mi cuerpo sino también los restos de la angustia de la noche anterior. Mi mente repasa las decisiones que debo tomar. Hoy todo cambiará. Mientras me alisto, tomo mi teléfono y grabo un mensaje de voz para mi asistente:—Anastasia, informa que he vuelto de mis vacaciones. Quiero que todo esté listo para mi llegada esta mañana. Gracias.La respuesta llega minuto después:—Señorita Rojas, ya todo está preparado. El equipo está al tanto y esperan su llegada.Sonrío levemente al escucharla. Esa confirmación me llena de energía. Camino hacia mi armario, donde una variedad de trajes elegantes y sobri