Camino de un lado a otro por el salón, con el celular aún en la mano. La pantalla sigue encendida, como si me mirara con burla. Las fotografías no se apagan. Siguen ahí. Fijas. Frías. Cargadas de una amenaza silenciosa que grita más que mil palabras.
Andrea…
Yo…
Y el diario.
Un instante robado, una prueba enviada con intenciones claras: intimidar, advertir… o simplemente demostrar que alguien puede vernos sin ser visto.
—Maldita sea —mascullo, apretando los puños hasta sentir cómo la sangre se me agolpa en las sienes.
La furia me late en las venas. Es una mezcla venenosa de impotencia y desesperación. Me siento observado, vulnerable.
No sé quién está detrás. ¿Valeria? ¿O el viejo Montenegro? Ambos son expertos en conectarse con aliados mientras clavan el puñal por la espalda. Juegan con las sombras, con los tiempos, esperando el momento perfecto para atacar. Y yo… yo bajé la guardia.
Si alguien se atreve a hacerle daño… si algo le llega a pasar nuevamente, juro que no me lo voy a perd