Me quedo en silencio, inmóvil, con la mirada fija en un punto invisible del cuarto. Por fuera parezco serena, pero por dentro… algo se vuelve a quebrar. Es como si una fisura olvidada en mi pecho volviera a abrirse, dejando escapar un dolor que ni siquiera entiendo del todo. El hechizo de este lugar, esa pequeña burbuja de paz que había comenzado a formarse entre nosotros, empieza a desvanecerse. Y no sé si es por él, por mí o por la suma inevitable de nuestras heridas.
Me incorporo con lentitud, sintiendo cómo el aire se vuelve denso a mi alrededor. Camino hacia la salida sin mirar atrás. Mis pasos suenan demasiado firmes para lo frágil que me siento por dentro. Santiago se mueve rápido, intenta detenerme, me toma del brazo.
—Andrea…
Me detengo, lo miro con seriedad, sin pestañear.
—Avancemos —digo con frialdad—. Tienes cosas más urgentes que resolver.
No hay espacio para réplicas. No esta vez.
Nos retiramos en silencio. Al bajar, ni siquiera espero a que me abra la puerta: camino di