La noche era un manto oscuro que cubría Santa Aurora, mientras Amatista se aseguraba de que cada paso estuviera calculado. Había seguido al pie de la letra las instrucciones de Roque, tomando dos taxis diferentes para alejarse de la ciudad antes de acercarse a un pequeño pueblo con calles casi desiertas. Allí, encontró un teléfono público apartado, sin cámaras visibles, y marcó con manos temblorosas el número que había memorizado.
El sonido del tono delataba su creciente ansiedad, y cuando la voz grave de Enzo se escuchó al otro lado, su corazón pareció detenerse.
—¿Quién carajos es? —preguntó, su tono molesto y áspero.
—Soy yo… —respondió Amatista, su voz apenas un susurro.
Un silencio cortante invadió la línea. Cuando Enzo habló, su tono era una mezcla de incredulidad y desesperación.
—¿Gatita? ¿Eres tú?
—Sí, Enzo. Soy yo.
—¿Dónde estás? —preguntó de inmediato, con un deje de súplica en su voz.
—No puedo decirte eso. Llamo porque necesitas saber algo importante. Estamos esperando ge