La casa a orillas del lago era, como había prometido Enzo, un refugio. No era la opulenta Mansión Bourth, sino una estructura de piedra y madera, amplia y acogedora, con grandes ventanales que se abrían a las aguas tranquilas. El atardecer teñía el cielo de tonos naranjas y púrpuras, reflejándose en la superficie como una pintura impresionista. Dentro, sin embargo, la atmósfera era tan tensa como serena.
La cena se desarrollaba en el comedor, alrededor de una mesa de roble macizo. Era una escena que, para un extraño, podría haber parecido idílica. Para sus protagonistas, era un campo minado de emociones contenidas.
Amatista, sentada al lado de Enzo, sentía el peso de cada mirada. Observaba, con la agudizada percepción de quien se siente fuera de lugar, la dinámica que se desarrollaba ante ella. Abraham y Renata, sentados frente a ellos, no despegaban sus ojos de su padre. No era el miedo o la cautela que ella sentía, sino una devoción absoluta, mezclada con un alivio palpable. Colocab