El club privado era un templo del exceso, un lugar donde las normas se disolvían entre risas, humo de cigarro y el tintineo constante de copas llenas de licor. Enzo estaba en su lugar habitual, un rincón privilegiado junto a Alan, Joel, Facundo y Andrés, hombres que, como él, tenían los bolsillos llenos y la moral laxa. Pero esa noche, Enzo destacaba no por su poder, sino por la quietud con la que observaba el ambiente.
Mientras los demás brindaban y jugueteaban con mujeres que buscaban su atención, Enzo jugaba distraídamente con su encendedor. El diseño grabado en él parecía captar más de su interés que cualquier conversación superficial que se tejía a su alrededor. Alan, siempre curioso, lo miraba con insistencia, incapaz de contenerse.
—¿Sabes? Siempre me he preguntado qué significa ese grabado —comentó, inclinándose hacia él.
Enzo apenas levantó la mirada. Sus dedos seguían recorriendo el encendedor con un movimiento metódico.
—No significa nada que te incumba —respondió con frial