El amanecer se colaba suavemente por las ventanas de la mansión del campo, tiñendo las paredes de un tono cálido, dorado. La casa, aunque vasta y rodeada de campos que se extendían hasta el horizonte, tenía una quietud única que abrazaba todo a su alrededor. Enzo y Amatista despertaron en la misma sincronía, como si el destino hubiera decidido que este día debía ser suyo, al menos en el principio, antes de que la incertidumbre del futuro los alcanzara.
Amatista fue la primera en despertar, sus ojos abriéndose lentamente al suave resplandor del sol que iluminaba su rostro. Por un momento, todo parecía en calma. La habitación, tan silenciosa, le permitía recuperar algo de fuerzas, de esa serenidad que había ido perdiendo en los días anteriores. Miró a Enzo, aún dormido a su lado, su respiración tranquila y relajada. En su rostro descansaba una expresión que solo él podía ofrecerle: esa paz que tanto deseaba tener, esa sensación de que, a su lado, todo estaría bien.
Se quedó un momento m