El aire húmedo y pesado impregnaba la pequeña habitación donde Amatista yacía. Sus muñecas estaban atadas con una cuerda áspera que rozaba y lastimaba su piel, mientras que una gruesa cadena sujetaba uno de sus tobillos a una argolla fija en la pared. La oscuridad apenas era interrumpida por la débil luz de una bombilla desnuda que parpadeaba ocasionalmente, proyectando sombras que parecían bailar en las paredes mohosas.
La habitación, sucia y descuidada, olía a humedad y encierro, como si hubiera estado cerrada durante años. El suelo de cemento frío estaba cubierto de suciedad, y las únicas señales de mobiliario eran un desvencijado colchón en una esquina y una silla de madera donde se encontraba sentado un hombre que la vigilaba.
El guardia, un hombre de mediana edad con rostro cansado y barba descuidada, parecía perdido en sus pensamientos. Aunque mantenía una pistola sobre su regazo, no mostraba el mismo nivel de crueldad que Amatista había percibido en los otros secuestradores. A