La luna, llena y plateada, colgaba sobre el lago como una lámpara celestial, tiñendo el mundo de tonos azules y plateados. La casa estaba en silencio, sumida en el sueño profundo que sigue al agotamiento emocional. Felipe, Abraham y Renata dormían, y Gustavo y Luisa descansaban por fin con un atisbo de paz en sus corazones. Pero para Enzo y Amatista, el sueño era un lujo esquivo.
Ella lo encontró en el jardín, de pie al borde del muelle privado, su silueta recortada contra el brillo líquido del agua. Parecía parte del paisaje nocturno, una estatua de tensión y melancolía. Llevaba solo unos pantalones oscuros y una camisa desabrochada, y la brisa jugueteaba con su cabello. Amatista se acercó despacio, sintiendo la hierba húmeda bajo sus pies descalzos.
—No puedes dormir —dijo él, sin volverse. Su voz era un susurro ronco que se mezclaba con el suave chapoteo del agua.
—Tampoco tú —respondió ella, deteniéndose a su lado.
—Todas las noches, durante un año, he mirado la luna y me he pregu