Desde el fuerte y peludo lomo de Ebert, Calia observaba la abundante naturaleza del territorio de Aleckey. Las hojas de los árboles comenzaban a teñirse con los tonos otoñales, anunciando la llegada del invierno y dejando un aroma agradable en el aire fresco. Instintivamente, se cubrió más con la piel de oso que el rey de los lobos había colocado sobre sus hombros antes de abandonar la mansión.
Era un reino próspero, pero marcado por las ruinas de los antiguos edificios que alguna vez habitaron los humanos. Ahora, la vegetación los rodeaba por completo y, en un par de siglos más, quizás terminaría por consumir aquellos bloques de concreto.
Al aproximarse a los límites, tres lobos, mucho más pequeños que Aleckey, se acercaron e inclinaron levemente la cabeza. Sus ojos azules se fijaron en Calia con curiosidad e incredulidad. Para ellos, ella no pertenecía allí.
—Alfa —saludó el líder del perímetro.
—Tráeme una piel —ordenó Aleckey.
Uno de los lobos salió hacia un pequeño campamento imp