Las sábanas caían desordenadas desde la cintura de Aleckey, su torso desnudo brillaba por el leve sudor después de hacer el amor con su luna quien sentada ahorcajada sobre él, acariciaba con los labios cada línea de su rostro.
Depositaba besos lentos, suaves, sobre su frente, su mejilla, la línea dura de su mandíbula. Como si cada parte de él fuera sagrada, como si el mundo entero pudiera desaparecer en ese instante, y a ella no le importara.
Aleckey tenía su ojo cerrado, sus manos firmes en la cintura de su compañera, siguiendo el ritmo lento de su respiración.
—Te amo —susurró Calia, casi inaudible, contra su cuello.
Él no respondió. Solo le acarició el muslo, apretando con suavidad. Como si esa simple muestra bastara fuera suficiente para corresponder. Y entonces ella lo miró. Detuvo sus besos, alzó el rostro, y clavó sus ojos tan vivos y decididos como siempre en el de él.
—¿Qué sucede? —cuestionó el rey mirando esos ojos azules de su mujer.
—Quiero tener otro bebé.