Los aromas de pan recién horneado, carne asada y frutas maduras se mezclaban con el bullicio cotidiano. Zadkiel caminaba con paso seguro entre la multitud, la cabeza erguida, los oídos atentos a cada vibración. Aunque sus ojos no podían ver, conocía ese lugar como la palma de su mano. Lo sentía.
A su lado, Endel, el hijo de Taylor, iba contándole lo que veía. El pequeño de estatura, algo más tímido y siempre cauteloso, admiraba a Zadkiel como a un hermano mayor, como a un héroe. Para él, nada parecía inalcanzable para el joven príncipe, ni siquiera con su ceguera.
—Hay un puesto de dulces —dijo Endel en voz baja, señalando con disimulo.
Zadkiel sonrió de lado.
—¿Y qué hay? ¿Te antojas?
—No... bueno, un poco.
La conversación se vio interrumpida cuando dos adolescentes, de unos catorce años, se cruzaron frente a ellos. Uno de ellos, un lobo de complexión robusta y nariz aguileña, se detuvo en seco al ver a Zadkiel.
—Miren quién anda por aquí —dijo con tono burlón—. El ciego que se cree