Las puertas se abrieron con un crujido seco, y los pasos firmes del rey alfa resonaron por el vestíbulo principal. A su lado, el niño caminaba en silencio, cubierto de tierra, con el labio partido y la ceja hinchada. La sangre seca le manchaba la comisura de la boca, y su camiseta, rasgada, colgaba suelta sobre uno de sus hombros. Su andar era vacilante, pero su espalda seguía recta.
Calia, que descendía por las escaleras con un pañuelo en la mano, detuvo el paso al verlos. Su pecho se oprimió al instante, y su mirada se llenó de angustia.
—¡Zadkiel!—exclamó, corriendo hacia su hijo.
Pero antes de que pudiera alcanzarlo, Aleckey extendió el brazo, deteniéndola con firmeza.
—A su habitación. Un baño. Ropa limpia. Ya.
Zadkiel asintió, obediente, y subió las escaleras sin protestar, aunque cada paso parecía costarle un mundo, Calia esperó a que desapareciera por el pasillo antes de girarse con furia hacia su pareja.
—¡Está herido! Tiene la cara ensangrentada, y no puedes ni dejar que lo