La tarde se filtraba con suavidad a través de los ventanales de la sala principal, donde los rayos del sol danzaban sobre las alfombras y las columnas de piedra, Calia se encontraba sentada en un sillón junto a Aleckey, observando a Zadkiel jugar con unas piezas de madera sobre el suelo. Tenía apenas cinco años, y aunque su mundo estaba sumido en oscuridad, sus manos pequeñas eran curiosas, inquietas, decididas a conocer cada rincón de la mansión que no podía ver.
Un gruñido suave brotó de sus labios cuando una de las piezas se le escapó de entre los dedos. Se inclinó para alcanzarla, pero en su afán tropezó con el borde de la alfombra. Cayó al suelo con un golpe sordo y breve.
—¡Ah! —gimió Zadkiel, y de inmediato comenzó a llorar—. ¡Mamá! ¡Papá! ¡Ayúdenme! ¡Me caí!
Calia se irguió al instante, su instinto maternal empujándola a levantarse. Dio un paso, pero Aleckey la sujetó suavemente del brazo. Ella lo miró con el ceño fruncido, confundida, pero él negó con la cabeza. Sus ojos, fir