—¿Este es el príncipe? —espetó con desdén, lo suficientemente alto como para que los demás escucharan—. ¿El futuro de nuestra especie? Un ciego que ni siquiera puede encontrarme aunque hable.
El sol aún no había alcanzado su pico máximo, pero la explanada de entrenamiento ya ardía bajo los pasos de los jóvenes lobos. Entre ellos, el príncipe Zadkiel, con apenas diez años, se mantenía de pie en el círculo central. Sus ojos, vacíos de visión pero llenos de determinación, se movían erráticos, guiados por el sonido, el olfato, el instinto.
Frente a él, un adolescente de catorce años, más alto, más corpulento, con la sonrisa torcida y los brazos cruzados, lo observaba con burla.
Una risa se extendió por los bordes del círculo, Zadkiel frunció el ceño. Sabía que lo observaban, que esperaban verlo fallar. Sus manos pequeñas se cerraron en puños, y aunque su labio inferior temblaba, no retrocedió.
—Estoy listo —dijo, firme.
—¿Listo para qué? ¿Para caer? —El adolescente dio un paso adelante y