La mañana siguiente fue amarga.
La neblina aún cubría el suelo, arrastrándose como un velo de luto sobre los restos del combate, Calia, de pie junto a Luz, observaba en silencio cómo los cuerpos de los caídos, tanto lobos como vampiros, eran dispuestos en el claro central. La muerte había dejado su huella profunda en el corazón de la manada de Calyx... y también en los suyos.
Aleckey, al frente, mantenía una postura rígida. Solo su mandíbula, tensa, revelaba la furia contenida que lo consumía desde dentro. Vestía su capa de piel, sus ojos dorados endurecidos como acero bajo el cielo gris.
—Hoy honramos a los valientes que dieron su vida defendiendo su hogar —rugió su voz, grave, quebrando el silencio en donde se podía escuchar el sollozo de alguna madre, esposa, hermano de algún caído—. Que su sacrificio no sea en vano. Sus almas corren libres en los bosques de nuestros ancestros.
Uno a uno, los cuerpos fueron cubiertos con telas blancas, perfumadas con hierbas sagradas. Evolet, la gu