Clara abrió la puerta con la mano aún húmeda por haber fregado los platos. No esperaba visitas. Mucho menos esa visita.
—Don Rafael —susurró, como si su presencia allí rompiera una ley no escrita.
—¿Puedo pasar? —preguntó él, con su habitual voz grave, pausada, casi solemne.
Ella asintió sin responder. Se hizo a un lado y lo vio cruzar el umbral, con esa forma suya de ocupar el espacio, sin levantar la voz ni alzar la barbilla. Era poder en reposo. Años de liderazgo, de guerras empresariales y pérdidas familiares, comprimidos en cada paso que daba.
Se sentaron en el salón, un sofá tapizado con flores descoloridas y cojines bordados por su madre. Clara sintió la distancia entre su vida actual y la que había llevado en Madrid. O quizás no era distancia, sino el peso de una verdad que se venía encarnando dentro de ella.
—Supongo que sabías que acabaría viniendo —dijo él, con una media sonrisa.
—No… pero tampoco me sorprende.
—Sabes que no estoy aquí para juzgarte. Ni para pedirte explicac