El sabor metálico volvió a su boca antes de que pudiera evitarlo.
Clara se inclinó sobre el lavabo del baño de Paula, con la frente sudorosa y las manos aferradas al borde de la cerámica. No era la primera vez esa semana. Y probablemente no sería la última.
—Genial —murmuró con voz ronca—. Buenos días, náuseas.
Se enjuagó la boca y se miró al espejo. Tenía ojeras, la piel más pálida de lo normal y ese brillo en los ojos que no sabía si era cansancio, miedo o… pura ansiedad.
Cuando salió, Paula ya estaba en la cocina, con el delantal lleno de harina y una taza de té esperando en la mesa.
—¿Otra vez con eso? —preguntó con voz suave.
Clara solo asintió y se dejó caer en la silla. No hacía falta repetirlo: el embarazo era real, las emociones estaban a flor de piel, y la incertidumbre le hacía un nudo constante en el estómago.
Entonces, la puerta sonó con fuerza. Alguien la abrió sin esperar respuesta.
—¡Tenéis que ver esto! —irrumpió Martina, agitando su móvil como si fuera una antorcha—.