La pantalla mostraba en bucle las imágenes del aeropuerto. La cámara de seguridad captaba con precisión quirúrgica cada segundo del operativo. Valeria gritaba algo ininteligible mientras era esposada. Fernando, en cambio, había intentado huir, lo que solo aceleró su caída. Los agentes lo habían reducido en el suelo como a cualquier otro criminal.
Gonzalo no apartaba la vista. No pestañeaba. Sus nudillos, blancos por la presión con la que sujetaba el mando a distancia, temblaban apenas. La grabación seguía. Los flashes de las cámaras, los gritos de los curiosos. Las redes estallando. Todo se veía tan irreal… y al mismo tiempo, tan merecido.
A su lado, don Rafael apoyó la taza de café sobre la mesa de vidrio con la calma de quien ha visto muchas guerras.
—Ya está hecho —dijo, sin levantar la voz—. El juez firmó hace una hora. No hay escapatoria para ellos esta vez.
Gonzalo no respondió de inmediato. Sintió que algo se aflojaba dentro de su pecho, como si una cuerda muy tensa por fin ced