La campanilla de la puerta tintineó por tercera vez en menos de diez minutos, y Clara levantó la vista desde la bandeja de palmeritas que estaba empaquetando. El sol del mediodía se colaba por los ventanales de la pastelería, iluminando los estantes repletos de delicias recién horneadas.
—¿Otro cliente hambriento? —preguntó Paula, desde la cocina.
—Una señora que se arrepintió de su dieta —respondió Clara, sonriendo apenas.
Aunque se esforzaba por parecer tranquila, por dentro seguía siendo un campo minado de emociones. El trabajo en la confitería le daba algo de estabilidad, pero bastaba un pensamiento, una noticia, una imagen fugaz de Gonzalo, para que su estómago volviera a encogerse.
Mientras atendía a la clienta, no notó de inmediato al repartidor que entraba con paso rápido, un sobre marrón en la mano.
—¿Clara? —preguntó él, apenas cruzó la puerta.
—Sí, soy yo —respondió, algo desconcertada.
El hombre le extendió el sobre sin más.
—Entrega directa. Me pidieron que lo dejara en ma