Las lágrimas ya se le habían secado. El corazón no. Seguía ahí, golpeando con rabia muda cada vez que miraba las cajas apiladas en la acera. Clara estaba sentada en el bordillo, abrazada a sus rodillas, con el alma hecha un ovillo. Cada vez que alguien pasaba, bajaba la cabeza. No quería ver lástima en los ojos de nadie. Mucho menos compasión.
El rugido de un motor la sacó del trance. Alzó la vista justo cuando una furgoneta blanca doblaba la esquina. Reconoció de inmediato el rostro preocupado de Paula tras el parabrisas. A su lado, Martina, visiblemente enfadada. Y al volante… Javier. El vecino gruñón de Paula, que ahora la miraba con el ceño fruncido y una seriedad que, por una vez, no parecía hostil, sino decidida.
—¡Por fin! —exclamó Paula, bajando de un salto mientras le abría los brazos.
Clara se dejó abrazar, temblando. El nudo que tenía en la garganta casi no la dejaba respirar.
—Te dejamos cinco mensajes y dos audios —dijo Martina, abrazándola después—. ¿Cómo te atreves a ig