Clara caminó con el sobre en la mano como si llevara dentro su propia sentencia. Ninguno de sus compañeros la miró directamente. Las conversaciones se apagaban a su paso, los murmullos se escondían detrás de las tazas de café y de las pantallas encendidas.

La sala de juntas quedaba atrás, pero el zumbido de la sangre en sus oídos aún no cesaba.

Pasó junto al despacho de Gonzalo.

Lo había hecho. La había echado sin siquiera dudar. Sin darle margen para explicarse, sin un atisbo de compasión.

La rabia empezaba a mezclarse con el dolor.

Mientras cruzaba el área de administración para dirigirse a finanzas, un murmullo familiar y odioso la detuvo. La voz de Fernando.

—Vaya, vaya… —dijo él, apareciendo frente a ella con una sonrisa torcida—. Ya te vas. Qué pena, Clara. Y yo que pensé que eras un hueso duro de roer.

—Apártate, Fernando —le dijo ella sin mirarlo.

—No te pongas así. Si te sirve de consuelo, esto no es personal… aunque con ese historial tuyo de niña ejemplar, seguro que te arde