Marcela, una de las asistentes de administración, la interceptó con la eficiencia de siempre.
—El señor Rafael quiere verte en la sala de juntas. Ahora.
Clara parpadeó. No era común. Las pocas veces que había hablado con Rafael Ferraz había sido cuando estaba preparándose para ser la asistente de Gonzalo. Un llamado directo era otra cosa.
Se alisó la blusa con las manos y caminó hacia el despacho del piso superior. Marcela la hizo pasar sin anunciarla. Él ya la esperaba, de pie junto a su escritorio, mirando por la ventana como si pudiera leer el futuro en los techos de la ciudad.
—Señor Ferraz —saludó Clara, con respeto.
—Clara. Gracias por venir. Cierra la puerta, por favor.
Ella obedeció. El silencio que siguió no era incómodo. Era medido. Rafael Ferraz era un hombre que usaba las palabras como bisturís, no como espadas.
—¿Le ha mencionado alguien algo sobre la situación de las cuentas en Panamá?
Clara se tensó por dentro. Intentó que no se note en su rostro.
—He escuchado referenc