Él no insistió. Se sentó a su lado, demasiado cerca como para no notar la tensión que ella trataba de disimular.

—Tómate un par de días si lo necesitas —le dijo en voz baja—. Si algo va mal, no tienes que comértelo sola.

Clara le dedicó una sonrisa fugaz, agradecida, pero no dijo nada más. Ese no era el momento.

Horas después, ya con la noche en pleno apogeo, estaba sentada con Paula y Martina en la terraza de un bar de Malasaña, con un gin-tonic en la mano y el abrigo en el respaldo de la silla. La música sonaba baja, la conversación de otras mesas flotaba en el aire, pero en la suya solo había confidencias y miradas cómplices.

—¿Y entonces te mandó un mensaje así, sin más? —Paula abrió los ojos como platos—. Qué pedazo de imbécil, tía. Ese tío no tiene vergüenza.

—Y encima ha puesto un abogado —añadió Clara, apurando un trago—. Quiere pelear por el piso.

—¡El piso es tuyo, Clara! ¡Lo compraste tú! —saltó Martina—. No puede tener tanta cara...

—Dice que como vivimos juntos y él pagó e