La música seguía envolviendo el ambiente con esa melancolía elegante que parecía diseñada para las noches en las que uno no sabe si está celebrando o despidiéndose de algo. Las copas tintineaban suavemente, las risas eran bajas, contenidas, como si todos intuyeran que aquella no era una fiesta cualquiera.
Don Rafael se deslizó entre los invitados con su bastón de madera oscura y esa mirada aguda de quien observa sin ser notado. Hizo un gesto discreto a Mateo, que lo entendió al instante.
Se apartaron hacia la biblioteca, una estancia silenciosa y forrada de estanterías, donde el olor a cuero viejo y whisky añejo parecía resistirse al paso del tiempo.
—¿Y bien? —preguntó don Rafael, en voz baja, casi resignada—. ¿Crees que vendrá?
Mateo bajó la mirada unos segundos antes de responder.
—No lo sé… hice lo que pude. Le insistí a Martina, ella le habló, Clara lo pensó… pero al final dijo que no lo tenía claro. Que no podía. Que no era el momento.
El anciano asintió lentamente, mirando haci