Capítulo 37. Un campo de guerra
No supe en qué momento el silencio se volvió tan pesado.
La tenía entre mis brazos, aún temblando, y cada segundo se sentía como una eternidad suspendida entre lo que quería decir y lo que no debía. Su llanto había cesado, pero quedaba el temblor, ese estremecimiento pequeño que deja una tormenta cuando ya no quedan lágrimas.
No pregunté nada. No me atreví.
Solo la sostuve, como si el simple hecho de hacerlo pudiera darle algo de calma.
El departamento estaba en penumbra, las cortinas corridas, un tazón de café frío sobre la mesa y una manta tirada en el suelo. Todo tenía ese aire de abandono que deja una semana demasiado larga.
—No… no quería que me vieras así —susurró al fin, sin levantar la cabeza.
Negué despacio.
—No me importa cómo te vea —dije con voz baja, y lo decía en serio. Porque, en ese momento, verla viva, aunque destrozada, era suficiente.
Ella se apartó apenas. Sus ojos estaban rojos, hinchados, pero no había rastro de enojo ni de orgullo en ellos. Solo un cansancio que