Ese día no volví a verla, se fue todo el día y no volvió.
El miércoles amaneció nublado, era una de esas mañanas grises en las que la ciudad parece avanzar en cámara lenta.
El ruido de los autos, el murmullo de la gente, el cielo plomizo sobre los edificios: todo sonaba más apagado, más lejano.
Exactamente como me sentía yo. No dormí casi nada.
Pasé la noche dando vueltas, repasando la conversación en su oficina una y otra vez, intentando encontrar una forma distinta de haberla manejado.
Pero no la había.
Nada que dijera habría cambiado el hecho de que, al final, había cruzado una línea invisible.
Llegué al estudio más tarde de lo habitual.
Por primera vez, no quise verla llegar. No quise escuchar el eco de sus tacones ni la cadencia de su voz ordenando cosas.
Solo quería pasar desapercibido.
Cuando entré, Valeria ya estaba ahí.
—Buenos días —saludó con su amabilidad de siempre.
—Buenos días —respondí, intentando sonar normal.
—Ginevra tuvo que salir temprano —comentó, sin levantar la