Valentina vestía una túnica rosa pastel que le caía hasta las pantorrillas, combinada con unos zapatos de suela baja. Su cabello, suelto y perfectamente peinado, estaba adornado con una pequeña pinza en el lado izquierdo. Peni había maquillado con suavidad el rostro de su señora, dándole un ligero toque de color a los labios, aunque Valentina le había pedido que nada fuese demasiado llamativo.
Descendía las escaleras lentamente, apoyada por Peni, mientras la sirvienta le comentaba que Elena ya la estaba esperando en la sala.
—¿Quiere que la acompañe, señora? —preguntó Peni con cautela. Era la segunda vez que lo hacía, pero, como antes, no obtuvo respuesta inmediata. Su deber en aquella casa era cuidar de Valentina, atender sus necesidades y velar por su recuperación.
—No hace falta —respondió Valentina con una sonrisa serena—. Iré con Elena. Tú descansa, seguro estás cansada de vigilarme todo el día.
En realidad, Peni no lo estaba. Cuidar de Valentina exigía estar alerta, sí, pero el