Alejandro se giró de golpe. Se acercó a ella y, sin contenerse, sujetó su rostro entre sus manos. Sus dedos apretaron con fuerza, marcando su piel. Sus ojos —llenos de furia contenida— se clavaron en los de ella, aun sabiendo que Valentina no podía verlos. Pero sí podía sentir su rabia, su intento por dominarla.
—Fuiste tú quien pidió este divorcio —le recordó con voz baja y peligrosa—. Por si ya lo olvidaste.
Cinco años atrás, si Alejandro le hubiera hablado así, Valentina habría llorado, suplicado, temblado. Pero ahora, no. Esa mujer ya no existía. Lo que ardía dentro de ella era algo más fuerte: el fuego de la decepción y la furia.
Apartó su mano con brusquedad, sin importarle el ardor en su mejilla.
—No podría olvidar el sueño que tanto anhelabas, Alejandro. Pero parece que esta vez necesitarás mi ayuda. —Llevó una mano a su rostro, acariciando con suavidad la piel enrojecida—. Mamá me dijo que nunca aprobará tu relación, a menos que yo misma la convenza de aceptar a Camila.
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